"Apresúrese a ver Córdoba"
Salvo excepciones,
cualquiera estaría dispuesto a aceptar que el hecho de que España no hiciese a
su debido tiempo la revolución industrial constituye una desgracia irreparable.
España -la faz de España- sería, con la mayor probabilidad, distinta, como lo
fue tras la invasión árabe, y luego tras la Reconquista cristiana. Pero la
negatividad que supone el no haberse incorporado en su momento nuestro país a
lo que fuera el requerimiento industrial europeo, podría ofrecer hoy día una
contrapartida positiva en algún sentido, a poco que existiese una mínima
sensibilidad histórica: el desarrollo económico actual podría hacerse -debería
hacerse, mejor dicho- de manera que fuese compatible con la pervivencia del
pasado y de los caracteres mismos de la ciudad, que la hicieron cuando menos
habitable.
A mí me interesa el
pasado -las huellas de nuestro pasado- no sólo a modo de adorno que ofrecemos a
nosotros mismos y a los que nos visitan, cosa de por sí bastante importante. Me
interesa que el pasado perviva en nuestras ciudades y pueblos, porque,
paradójicamente, satisface necesidades elementales a las que la nueva ciudad
está lejos de dar cumplido fin. Me refiero al hecho de que estas ciudades y
pueblos sigan siendo habitables (cuando grandes masas los despueblan es «por
otra» razón). Porque resulta que esas elementales instancias que son el vivir
en relativo silencio, pasear, contactar uno con otro en tanto personas, o sea,
como conciudadanos, sólo es factible allí donde la ciudad todavía existe en
tanto fue hecha por y para los hombres. Así se explica el comportamiento de
tantos de nuestros emigrantes, que salen de sus tierras ante la imperiosa
necesidad de subsistir, pero que una y otra vez regresan a las mismas, aunque
sea pasajeramente, precisamente para convivir, porque esto del mero convivir
emerge como necesidad, una vez que la de subsistir ha sido satisfecha.
Posiblemente, ciudades como Écija, Antequera o Ronda, Cáceres o Trujillo,
Plasencia, Ciudad Rodrigo o Cuenca, Toledo o Salamanca, por sólo citar unas
pocas, no han sido edificadas de acuerdo a la acepción actual del vocablo
«planificación». La ciudad, creo, se hizo, o mejor, se fue haciendo concorde
con necesidades de toda índole, que van desde la climática y la defensiva a la
artesanal y profesional. La consecuencia de todo ello es que cada ciudad de
esta índole tiene el carácter que le es propio, o sea, su individualidad. En
manera alguna, hay homogeneidad -ni siquiera entre pueblos de una misma comarca
o región, aunque, con toda suerte de aproximaciones, pueda hablarse del pueblo
andaluz, castellano o gallego-, porque la identidad entre ciudades, como entre
individuos, sólo puede ser expresión de la más opresiva forma de alienación, impuesta,
desde luego, por unos pocos. Hoy, sin embargo, se tiende a la ciudad-igual, y
las colmenas inhumanas lo mismo se edifican en Torremolinos o Sitges, a cien
metros del mar, que en Badajoz o Segovia. El resultado de todo ello es el
divorcio ostensible entre lo que la ciudad es y lo que debiera ser a tenor de
los factores ecológicos, sencillamente porque la ciudad se planifica al margen
de los ciudadanos, en armonía con los exclusivos intereses de un grupo de
ellos.
Córdoba era una ciudad
-y todavía lo es en alguna medida, aunque el futuro próximo se muestre en este
sentido con tintas sombrías- que se podía habitar. Pero está dejando de serlo
en virtud de una hábil y sutil maniobra. Se ha considerado un recinto monumental,
y fuera del mismo se deja hacer, dentro de unas limitaciones que no son
suficientes para evitar la pérdida del carácter que le ha sido propio. Pero
Córdoba no será la misma porque se respete (?) el mínimo círculo de la judería
y el que circunda a la Mezquita. El carácter de Córdoba está también en el
barrio de Santa Marina, en la Piedra escrita, en el conjunto de Santa Marta o
de San Francisco, en la extensa área que comprende San Pedro, la calle de la
Palma, de Alcántara, del Aceituno, la de Santiago y del Sol, el ámbito de la
Magdalena ... Mi experiencia de «guía» durante los años que hace que vivo en
Córdoba, me ha deparado siempre, ante visitantes que ofendería denominándoles
turistas, que estas zonas aludidas y muchas más muestran el notable contraste
entre lo que fuera remotamente la Córdoba árabe y judía y lo que ha sido la
cristiano-popular, salpicada de palacios y casas solariegas de la aristocracia
rural. Usted puede pasear esta Córdoba, sentarse en algunas de sus plazas,
vivir la experiencia del testimonio directo de sus habitantes, sencillamente
porque el «hábitat» hace posible todavía hablar con el que pasa. Usted puede
vivir la propia evolución histórica de la ciudad, las modificaciones
sociológicas habidas, merced a los distintos signos que entre sus calles se
ostentan. Porque la Historia no debe estar meramente en museos y archivos,
sino que, allí donde ha sido respetada, está sobre todo en la propia ciudad.
Córdoba está, como he
dicho, dejando de ser. Y hay que reputar su devastación, ante todo, a la
especulación del suelo. Pese a las tímidas limitaciones impuestas, sobre todo
en lo que concierne a la altura, han sido sacrificados ya los palacios del
conde de Priego (siglo XVI), del conde de San Calixto (XVIII), del marqués de
Valdeflores (XVIII), del vizconde de Miranda (XVIII), del marqués de la
Fuensanta del Valle (XVI), la casa de los Ceas, popularmente conocida como
«Casa del Indiano» (del xv); el Ayuntamiento (siglos XVI-XVII) y un conjunto
de casas solariegas que sería prolijo enumerar (por ejemplo, en la plaza de
San Juan, en la calle de San Pablo, en la Trinidad 1.- [Nota al pie: En la
plaza de la Trinidad fue demolida la casa en donde murió don Luis de Góngora,
pese a la oposición, solamente oral, claro es, de una gran mayoría. Sobre el
solar ha sido edificada la residencia del Opus Dei.], etcétera). No sólo son
pérdidas irrecuperables en tanto edificaciones simbólicas del pasado, que
podrían ser perfectamente utilizadas hoy, sino que la misma espacialidad que
tales edificaciones conlleva ha sido definitivamente perturbada. Tras la torre
de la Malmuerta -algo semejante a lo ocurrido con la torre de Valencia en
Madrid- se alza un bloque de pisos. La plaza del conde de Priego, para citar
uno de los más graves ejemplos de destrucción inimaginable, era realmente un
asombro: el palacio formaba un ángulo recto, con sus dos fachadas de una
sobriedad impresionante; otro lado del rectángulo lo forma aún la fachada del
convento de Santa Isabel, con ventanales de celosía a unos ocho o diez metros
sobre el suelo; al frente, la iglesia de Santa Marina cerraba parcialmente el
espacio apenas iluminado, de manera que la vivencia habitual, apenas
anochecido, venía a ser una mezcla de recogimiento y temor. La destrucción
comenzó emplazando allí el monumento a Manolete, horrendo pisapapeles de
tamaño descomunal, que tiene el honor de figurar en la antología del mal gusto
mundial.
(Véase Gillo Dorfles, Kitsch.
An Antology 01 Bad Taste, Studio Vista, London, 1969, página 84.
Tras el primer plano del monumento, puede ver el lector parte de la fachada del
palacio desaparecido.) Hubo entonces una oposición encubierta a que a Manolete
se le erigiese un monumento, y luego, a su emplazamiento. Recuerdo que su
elevación se hizo gracias al producto obtenido de una corrida en la que
hubieron de lidiarse once toros, amén de una charla de aquel inefable académico
que se llamó en vida don Federico García Sánchiz: el buen sentido del público
hizo callar a tan ilustre charlista apenas abrió la boca para emitir toda
suerte de tópicos acerca de «la Córdoba de Maimónides y de los Abderramanes», y
le obligó a limitarse a contemplar la corrida como uno de tantos y a que le
dejara en paz. Pero el monumento se hizo. Y cuando un cordobés sensato
-«discreto», diría Baroja-, con toda suerte de precauciones, hizo una tímida
protesta a que a Manolete se le erigiese tamaño artefacto, en esta ciudad en
la que Séneca, Lucano, cualquiera de los Emires y Califas, Maimónides,
Albucasis y varias docenas más de ilustres nacidos, no poseían aún nada que los
hiciese recordar, alguien salió con la razón: «Es que ésos no eran católicos...
».
En una segunda etapa,
el propio palacio ha sido demolido para edificar en su lugar una casa de pisos,
eso sí, de corte seudo andaluz, con el aire de alegría estúpida
quinteropemaniana que nada tiene que ver con lo que quiera que sea eso que,
por llamarlo de alguna manera, denominamos «lo andaluz» (es curioso que el
descubrimiento de la lógica tristeza y la seriedad del andaluz, que se
corresponde tanto con el «cante jondo» cuanto con Bécquer, Machado, Larca o
Juan Ramón Jiménez, tuviera que ser entrevisto gracias a extraños tales como
Borrow, Baroja u Ortega, entre otros).
En ocasiones, antes de
la destrucción-construcción, se obliga a la empresa, como si fuera una
exigencia drástica, a que respete la fachada, y así vemos surgir engendros de
pisos tras la fachada del ya demolido palacio del vizconde de Miranda; o tras
la casa del Indiano, un artificioso decorado muy propio para un film de
Imperio Argentina o Lola Flores.
Cualquier ciudad del
mundo habría encontrado usos para estas edificaciones, desde grupos escolares
-Córdoba, tan necesitada de ellos- y Colegios Universitarios, hasta
bibliotecas públicas, salas de conciertos, teatro municipal, incluso hoteles o
mesones, si no mediante el interés económico, capaz de convertir en solar
útil, si se le deja, a la propia Mezquita. Hoy están en peligro inmediato, por
ejemplo, la casa del marqués de Boil y el soberbio palacio del marqués de
Benamejí, que conserva todavía intactos incluso los jardines descritos por
Baroja, a principios de este siglo, en La
feria de los discretos, y que ha sido durante años Escuela de Artes
y Oficios.
Para calmar sin duda
la mala conciencia ante los hechos someramente apuntados, en Córdoba ha
entrado la peligrosa obsesión reconstructora. Es muy probable que nuestros
“reconstructores" consideren salvajes a los ciudadanos de Roma, que no han
rehecho el Foro o el Coliseo, o que estimen indolentes e incultos a las
atenienses, que no han tenido interés en reconstruirnos el Partenón, dejando
los fragmentos del mismo esparcidos por la Acrópolis. Aquí, en Córdoba, no se
trata de dejar a las ruinas en condiciones, todo lo más, de que no se arruinen
más: eso se estimaría en poco. Hay que hacer de nuevo -absolutamente de nuevo-
la Sala del Trono del palacio de Medina Azahara, hasta ofrecernos una ridícula
parodia de lo que fue; hay que hacer íntegramente de nuevo el inmenso templo
romano, aunque, desde luego, con columnas de escayola y capiteles de lo mismo;
hay que hacer de nuevo la totalidad de las almenas de la muralla del Alcázar y
construir un foso escuálido, capaz de ser saltado por un infante en jolgorio,
porque -como me dijo el teniente de alcalde de su momento “después de dos
inviernos, ¿qué americano sabe que esto que hacemos no tiene más de quinientos
años?"; hay que estropear definitivamente la puerta de Sevilla, único
resto de arquitectura militar visigótica que poseemos, con bloques de piedra
simulada; hay que pintarrajear de colorines absurdos la portada
románico-ojival de la capilla mudéjar de San Bartolomé, o hacer que nos
sonrojemos ante los que, al visitamos, nos preguntan: «¿Pero, qué es eso?»,
cuando contemplan la horripilante fachada del Hospicio (hoy Diputación),
estucada para simular mármoles veteados. Y así sucesivamente.
Imagino que una ciudad
plantea innumerables y muy complejos problemas, sobre todo en etapas socio
económicas de transición. Pero ha de haber, necesariamente, forma de resolverlos,
y se podrá aprender, sin duda, en Roma, en Florencia, en Pisa, Urbino, Siena, o
simplemente recurriendo al buen sentido. Cuando hablo de que se respete la huella
del pasado, no estoy defendiendo la pervivencia de la miserabilización que,
para las actuales exigencias, ofrecen sin duda muchas muestras de arquitectura
popular, como las clásicamente denominadas casas de vecinos. No planteo el
problema en alternativa, y, desde luego, ignoro cuál sea su solución racional.
Quiero simplemente llamar la atención sobre que no es permisible -perdón: no
debiera ser permisible- que una ciudad se destruya ante nuestros ojos, y con
una rapidez que no hace honor a la tan cacareada apatía de los españoles.
Probablemente, la mayor parte de los que colaboran en esta tarea pertenecen al
grupo de los que hablan reiteradamente de «valores eternos» y sitúan a España
como «reserva espiritual de Occidente». Nunca se dio tan ostensible desparpajo
entre la espiritualista retórica al uso y la práctica utilitarista. A lo peor,
hablando como hablo, se me incluye, una vez más, entre los que forman en el
grupo de esa curiosa entidad que ellos mismos denominan «anti-España».
Alberto Moravia dijo hace años que Córdoba era la ciudad más
bella del mundo. Por principio, hay que considerar esta frase inexacta. Sólo en
un arrebato disculpable puede emitirse, porque, de hecho, nadie, ni Moravia,
ni Fidias redivivo, posee una vara para dictaminar sobre medidas estéticas. Yo
me limito a decir que Córdoba me parecía muy bella y que, para mí también, no
era intercambiable. Si usted, querido lector, pretende tener idea de lo que
Córdoba era nada más que hace diez años, ha de apresurarse. Porque de algo de
lo que fuera puede no quedar huella alguna cuando venga, o, por el contrario,
puede hallarlo todavía, pero bajo la forma de esperpento.
Carlos
Castilla del Pino, 1973
3 comentarios:
¡Magnífico! No conocía este texto. Gracias, Cigarra
De este señor siempre me ha fascinado su inteligencia. Me hace sentir viva.
Querida Cigarra: gracias por publicitar ese texto que debería ser de obligada lectura en cualquier foro de defensa del patrimonio de ayer, de hoy y de siempre. Córdoba siempre fue, por otra parte, un privilegiado punto de experimentación donde el "desarrollo" se enfrenta con la memoria histórrica con una clara victoria siempre del primero sobre la segunda. Ahí te dejo un par de enlaces para que lo compruebes:
http://manuelharazem.blogspot.com.es/2005/03/estatuaria-iii-manolete.html
http://manuelharazem.blogspot.com.es/2013/03/cordobestias.html
http://manuelharazem.blogspot.com.es/2009/03/de-cuando-en-cordoba-hubo-petroleo.html
Vaya, al final me pasé en la cuenta...
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