No se qué es mas reconfortante, si que haya gente que escribe tan bien y sabe expresar con esa claridad lo que uno querría decir, o pensar que hay profesores así dando clase a nuestros hijos. (De los que no son así ya hablaremos otro día, que hoy es domingo)
EN DEFENSA DE LA LITERATURA
Cuando nuestro director me propuso la idea de preparar una lección para inaugurar este curso académico, fueron varias las sensaciones que me recorrieron, de entre las cuales quisiera destacar dos, por antitéticas y, al mismo tiempo, complementarias: la primera, la satisfacción por el honor que supone para mí; la segunda, el miedo a no poder hablar sobre algo que, mejor que importante, resultara útil. Acabo de decir que se trata, aunque no lo parezca, de sensaciones complementarias, pues gracias a la primera he podido superar el nerviosismo y el miedo, el pánico a la hoja en blanco. La segunda, a su vez, me ha ayudado con el tema que deseo tratar: la utilidad de la literatura en nuestra vida cotidiana.
Como profesora de Literatura, debo decir que uno de los mayores inconvenientes con los que me he encontrado a la hora de enseñar esta asignatura es, en mi caso, el de transmitir a los alumnos la importancia que posee la obra literaria, especialmente en una época como la que estamos viviendo, de claro dominio de lo audiovisual, en la que casi todo lo que se hace es a cambio de algo y en la que, por ello, el hecho de abrir un libro y leerlo supone un esfuerzo del que el lector suele desconfiar por no saber si va a salir recompensado.
Esta recompensa, que sin duda existe, se nos ofrece de tres maneras distintas: primero, nos ayuda a mejorar nuestra lengua, abriéndonos un extensísimo abanico de posibilidades expresivas a las que no tendríamos acceso de otra manera. En segundo lugar, nos entretiene, nos divierte y nos ayuda a pasar buenos momentos en la misma medida en que nos ayudan el escuchar música, el ver una buena película, o el contemplar un cuadro o una escultura. Pero es acerca de la tercera recompensa que nos da la literatura sobre la que yo quisiera hacer especial hincapié puesto que, por lo general, escapa a nuestra conciencia y pasa completamente desapercibida: la literatura nos modifica, nos enriquece y nos hace crecer como personas, de ahí su especial importancia y su necesidad.
Salvo contadas excepciones, cuando a alguien se le pregunta sobre su situación en la vida, suele apelar —y no sin razón— a su entorno familiar, a la educación recibida y a su grupo de amistades. Sin embargo, pocos son quienes conceden importancia, además, a las obras leídas.
La literatura se comporta como un espejo. Si preguntamos a una persona no leída qué hay detrás de ese espejo, probablemente nos conteste, con todo convencimiento: la pared. Si hacemos la misma pregunta a una persona leída, nos dirá, probablemente con un convencimiento mayor que el anterior: lo que hay detrás del espejo depende de lo que se refleje en él. La literatura está hecha de reflejos, de reflejos del mundo. Aprender a relativizar el mundo es, probablemente, uno de los mayores aportes que la literatura ha hecho a la humanidad.
Pero ¿de qué manera se producen este enriquecimiento, esta modificación y este crecimiento que acabo de mencionar? Permitidme, para ello, que reproduzca dos frases que he extraído de dos obras de la literatura. No son las únicas y, probablemente, no sea justa al omitir muchas otras, pero sí creo que ilustran bien la idea que deseo desarrollar.
Quisiera comenzar con una de Jorge Luis Borges, que el autor argentino introduce para ayudarnos a ingresar en el mundo fantástico que compone su obra y que dice: Entonces, la realidad cedió. Efectivamente, las personas buscamos constantemente el paso, aunque sea momentáneo, a una realidad diferente a la que estamos viviendo, pues nuestro mundo está tan lleno de contradicciones, injusticias y tragedias que difícilmente sería habitable si no contase con la colaboración de lo que se ha venido a llamar -erróneamente, a mi entender- mundo irreal, y que, desgraciadamente, se suele buscar cada vez más, antes que en los libros, en las drogas, en el alcohol o en el dinero. La literatura tiene por sí misma ese poder para transportarnos a mundos diferentes, a tiempos distintos y a emociones desconocidas. Es éste un poder evasivo tan fuerte que traspasa en gran medida la mera faceta lúdica. Podemos, en efecto, viajar a la luna por cortesía de Julio Verne, o podemos viajar al futuro con H. G. Wells, o a Ítaca con Homero. Los más osados podemos viajar, incluso, al infierno de la mano de Dante, o pasar una temporada allí con Rimbaud. Podemos, si queremos, tener mil y una noches de cuentos.
Podemos entender, también, por mundo irreal el que se corresponde con nuestro subconsciente, el que está formado por el conjunto de experiencias vividas, que no dominamos y que influye enormemente en nuestro comportamiento. La literatura, en este sentido, nos ayuda a comprender unos sentimientos y a potenciar otros. Nos ayuda en muchas ocasiones a saber qué nos ocurre. Así, por ejemplo, gracias a Goethe comprendemos mejor el dolor humano y podemos comprender mejor a los que sufren. Con Shakespeare, entre otros sentimientos humanos, comprendemos el amor y aprendemos a comprender a los que se aman. Arthur Koestler -tan denostado últimamente-, a su vez, nos saca del error y nos dice que sólo la pureza de medios justifica los fines. Don Quijote, que cumplirá cuatro siglos durante el próximo año, nos hace entender el concepto de libertad, potencia en nosotros sentimientos tales como la amistad y la lealtad, y nos confirma que somos más y mejores personas cuando en la vida se persiguen unos ideales. Con Don Quijote podemos, incluso —tal es su grandeza—, hacer la lectura contraria.
Y qué decir de la muerte, el gran tema de la literatura. Desgraciadamente, la literatura no puede —como tampoco puede la ciencia— consolarnos ante ella con una respuesta satisfactoria. Pero sí puede ayudarnos a entenderla y a aceptarla como fenómeno al que todos estamos abocados y ante el que nos conviene una actitud vital que busque nuestra propia felicidad y la de las personas que nos rodean, las personas con las que compartimos el mundo. Nos ayuda, por tanto, la literatura a ser gente de bien. Incluso, ante las tragedias terribles de que somos víctimas constantemente, la literatura tiene consuelo. La literatura nos muestra que la historia de los pueblos es, en gran medida, la historia de sus tragedias, y ante ellas despierta en nosotros el sentimiento solidario al mismo tiempo que alimenta la esperanza que no podemos perder jamás para sobreponernos y poder actuar con el fin de que dichas desgracias no se repitan. Los ya mencionados Shakespeare o Cervantes son buenos ejemplos de todo lo anterior, a los que podríamos sumar muchísimos otros y siempre se nos olvidaría alguno.
La segunda frase que quisiera destacar es la famosa de Oscar Wilde, que dice: La naturaleza imita al arte. Pese a que a alguien podría parecerle imposible, personalmente creo que se trata de una afirmación muy acertada. En realidad, de la misma manera que no vemos igual unos girasoles antes de conocer el celebérrimo cuadro de Van Gogh que después de haberlo conocido, tampoco vemos el mundo —o determinadas partes de él— igual después de leer una obra literaria, bien sea narración, poesía o teatro. A partir de la lectura vemos el mundo, además, desde un punto de vista estético. Esta perspectiva, por sí misma, aislada, podría carecer de valor, pero sumada al resto de puntos de vista que poseemos multiplica nuestras posibilidades puesto que, en lo estético, se materializan multitud de opiniones, sentimientos y actitudes. No es lo mismo atravesar Castilla después de leer a Machado. El poeta nos enseña a amar el yermo castellano, jamás a despreciarlo. Después de Valle-Inclán, asimismo, podemos calificar muchos de nuestros comportamientos de esperpénticos y podemos llegar a conocer su origen. Calderón de la Barca nos regaló una metáfora de la vida tan acertada que es válida en el mundo actual y nunca dejará de serlo. A partir de Lorca, cuando oímos el gallo a las seis de la mañana, en vez de enfadarnos por la interrupción del sueño, pensamos:
Cuando nuestro director me propuso la idea de preparar una lección para inaugurar este curso académico, fueron varias las sensaciones que me recorrieron, de entre las cuales quisiera destacar dos, por antitéticas y, al mismo tiempo, complementarias: la primera, la satisfacción por el honor que supone para mí; la segunda, el miedo a no poder hablar sobre algo que, mejor que importante, resultara útil. Acabo de decir que se trata, aunque no lo parezca, de sensaciones complementarias, pues gracias a la primera he podido superar el nerviosismo y el miedo, el pánico a la hoja en blanco. La segunda, a su vez, me ha ayudado con el tema que deseo tratar: la utilidad de la literatura en nuestra vida cotidiana.
Como profesora de Literatura, debo decir que uno de los mayores inconvenientes con los que me he encontrado a la hora de enseñar esta asignatura es, en mi caso, el de transmitir a los alumnos la importancia que posee la obra literaria, especialmente en una época como la que estamos viviendo, de claro dominio de lo audiovisual, en la que casi todo lo que se hace es a cambio de algo y en la que, por ello, el hecho de abrir un libro y leerlo supone un esfuerzo del que el lector suele desconfiar por no saber si va a salir recompensado.
Esta recompensa, que sin duda existe, se nos ofrece de tres maneras distintas: primero, nos ayuda a mejorar nuestra lengua, abriéndonos un extensísimo abanico de posibilidades expresivas a las que no tendríamos acceso de otra manera. En segundo lugar, nos entretiene, nos divierte y nos ayuda a pasar buenos momentos en la misma medida en que nos ayudan el escuchar música, el ver una buena película, o el contemplar un cuadro o una escultura. Pero es acerca de la tercera recompensa que nos da la literatura sobre la que yo quisiera hacer especial hincapié puesto que, por lo general, escapa a nuestra conciencia y pasa completamente desapercibida: la literatura nos modifica, nos enriquece y nos hace crecer como personas, de ahí su especial importancia y su necesidad.
Salvo contadas excepciones, cuando a alguien se le pregunta sobre su situación en la vida, suele apelar —y no sin razón— a su entorno familiar, a la educación recibida y a su grupo de amistades. Sin embargo, pocos son quienes conceden importancia, además, a las obras leídas.
La literatura se comporta como un espejo. Si preguntamos a una persona no leída qué hay detrás de ese espejo, probablemente nos conteste, con todo convencimiento: la pared. Si hacemos la misma pregunta a una persona leída, nos dirá, probablemente con un convencimiento mayor que el anterior: lo que hay detrás del espejo depende de lo que se refleje en él. La literatura está hecha de reflejos, de reflejos del mundo. Aprender a relativizar el mundo es, probablemente, uno de los mayores aportes que la literatura ha hecho a la humanidad.
Pero ¿de qué manera se producen este enriquecimiento, esta modificación y este crecimiento que acabo de mencionar? Permitidme, para ello, que reproduzca dos frases que he extraído de dos obras de la literatura. No son las únicas y, probablemente, no sea justa al omitir muchas otras, pero sí creo que ilustran bien la idea que deseo desarrollar.
Quisiera comenzar con una de Jorge Luis Borges, que el autor argentino introduce para ayudarnos a ingresar en el mundo fantástico que compone su obra y que dice: Entonces, la realidad cedió. Efectivamente, las personas buscamos constantemente el paso, aunque sea momentáneo, a una realidad diferente a la que estamos viviendo, pues nuestro mundo está tan lleno de contradicciones, injusticias y tragedias que difícilmente sería habitable si no contase con la colaboración de lo que se ha venido a llamar -erróneamente, a mi entender- mundo irreal, y que, desgraciadamente, se suele buscar cada vez más, antes que en los libros, en las drogas, en el alcohol o en el dinero. La literatura tiene por sí misma ese poder para transportarnos a mundos diferentes, a tiempos distintos y a emociones desconocidas. Es éste un poder evasivo tan fuerte que traspasa en gran medida la mera faceta lúdica. Podemos, en efecto, viajar a la luna por cortesía de Julio Verne, o podemos viajar al futuro con H. G. Wells, o a Ítaca con Homero. Los más osados podemos viajar, incluso, al infierno de la mano de Dante, o pasar una temporada allí con Rimbaud. Podemos, si queremos, tener mil y una noches de cuentos.
Podemos entender, también, por mundo irreal el que se corresponde con nuestro subconsciente, el que está formado por el conjunto de experiencias vividas, que no dominamos y que influye enormemente en nuestro comportamiento. La literatura, en este sentido, nos ayuda a comprender unos sentimientos y a potenciar otros. Nos ayuda en muchas ocasiones a saber qué nos ocurre. Así, por ejemplo, gracias a Goethe comprendemos mejor el dolor humano y podemos comprender mejor a los que sufren. Con Shakespeare, entre otros sentimientos humanos, comprendemos el amor y aprendemos a comprender a los que se aman. Arthur Koestler -tan denostado últimamente-, a su vez, nos saca del error y nos dice que sólo la pureza de medios justifica los fines. Don Quijote, que cumplirá cuatro siglos durante el próximo año, nos hace entender el concepto de libertad, potencia en nosotros sentimientos tales como la amistad y la lealtad, y nos confirma que somos más y mejores personas cuando en la vida se persiguen unos ideales. Con Don Quijote podemos, incluso —tal es su grandeza—, hacer la lectura contraria.
Y qué decir de la muerte, el gran tema de la literatura. Desgraciadamente, la literatura no puede —como tampoco puede la ciencia— consolarnos ante ella con una respuesta satisfactoria. Pero sí puede ayudarnos a entenderla y a aceptarla como fenómeno al que todos estamos abocados y ante el que nos conviene una actitud vital que busque nuestra propia felicidad y la de las personas que nos rodean, las personas con las que compartimos el mundo. Nos ayuda, por tanto, la literatura a ser gente de bien. Incluso, ante las tragedias terribles de que somos víctimas constantemente, la literatura tiene consuelo. La literatura nos muestra que la historia de los pueblos es, en gran medida, la historia de sus tragedias, y ante ellas despierta en nosotros el sentimiento solidario al mismo tiempo que alimenta la esperanza que no podemos perder jamás para sobreponernos y poder actuar con el fin de que dichas desgracias no se repitan. Los ya mencionados Shakespeare o Cervantes son buenos ejemplos de todo lo anterior, a los que podríamos sumar muchísimos otros y siempre se nos olvidaría alguno.
La segunda frase que quisiera destacar es la famosa de Oscar Wilde, que dice: La naturaleza imita al arte. Pese a que a alguien podría parecerle imposible, personalmente creo que se trata de una afirmación muy acertada. En realidad, de la misma manera que no vemos igual unos girasoles antes de conocer el celebérrimo cuadro de Van Gogh que después de haberlo conocido, tampoco vemos el mundo —o determinadas partes de él— igual después de leer una obra literaria, bien sea narración, poesía o teatro. A partir de la lectura vemos el mundo, además, desde un punto de vista estético. Esta perspectiva, por sí misma, aislada, podría carecer de valor, pero sumada al resto de puntos de vista que poseemos multiplica nuestras posibilidades puesto que, en lo estético, se materializan multitud de opiniones, sentimientos y actitudes. No es lo mismo atravesar Castilla después de leer a Machado. El poeta nos enseña a amar el yermo castellano, jamás a despreciarlo. Después de Valle-Inclán, asimismo, podemos calificar muchos de nuestros comportamientos de esperpénticos y podemos llegar a conocer su origen. Calderón de la Barca nos regaló una metáfora de la vida tan acertada que es válida en el mundo actual y nunca dejará de serlo. A partir de Lorca, cuando oímos el gallo a las seis de la mañana, en vez de enfadarnos por la interrupción del sueño, pensamos:
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
y entendemos el momento mágico del amanecer, agradeciendo incluso el poder haber sido testigos de ese acontecimiento. El punto de vista estético, en definitiva, nos ayuda, al igual que ocurre con otras manifestaciones artísticas, a apreciar lo que conocemos, lo que convive con nosotros, lo que nos rodea, en resumen, lo que somos.
No quisiera terminar mi intervención sin pedir perdón por el tono tal vez demasiado apasionado de mi exposición en defensa de la literatura como herramienta para mejorar el mundo. He pretendido hacer un llamamiento en su defensa ante el peligro que supone para ella la salvaje irrupción de los peores valores del mundo audiovisual, que en muchas —demasiadas— ocasiones nos conducen a creer sólo en las cosas que vemos y nos ocultan todo aquello que no es perceptible mediante la vista porque pertenece al alma, de ahí la necesidad de que la literatura sea apoyada y difundida en todos los ámbitos de la vida, no sólo en los académicos.
Por último, quisiera dirigirme, especialmente, a los alumnos, y más en concreto a los que vayan a comenzar ahora —y por un tiempo de seis cursos— el estudio de casi mil años de literatura. A todos ellos, bienvenidos. A todos vosotros, muchas gracias.
Virginia Lara Casado
Profesora de Lengua y Literatura
No hay comentarios:
Publicar un comentario